Llegaron junto con la lluvia. Fuertes, impetuosos, sin evidente intención de marcharse.
Entraron por la ladera de la montaña ubicada al sur del pequeño pueblo marquense cercano a la frontera con México. Eran cientos, tal vez miles, de ellos vestidos con uniformes verdes y con armas en mano. Hombres y mujeres de toda clase abarrotaban las calles y caminaban con dirección al parque.
César los observaba pasar desde el balcón del segundo piso de su casa. De alguna extraña manera, pensaba, su sorpresiva llegada le había devuelto un poco de vida a su amado pueblo. Luego de que el conflicto se hiciera más fuerte y los rumores empezaran a correr de boca en boca, de poblado en poblado, el miedo se había apoderado de todos. El pueblo estaba desierto, los niños no salían más a jugar, los días de plaza habían desparecido hace mucho y las salidas nocturnas no eran más que un recuerdo.
Pero hoy era distinto. Había empezado a llover alrededor de las 2 de la tarde. Media hora después dos guerrilleros aparecieron en la calle principal. A esos dos los siguieron otros más y así, hasta que eran tantos que nadie podía desentenderse de su presencia.
Las señoras espiaban por las puertas entreabiertas de sus casas, los niños hacían lo mismo desde las ventanas. Se respiraba un aire distinto y, entre el aparente silencio, un murmullo colectivo llenaba el vacío, no de miedo, sino de curiosidad, extrañeza y desconfianza.
Al calmarse la lluvia, una voz estridente rompió el silencio. –Los queremos a todos inmediatamente en el parque - gritó un hombre. Los pueblerinos se apresuraron a acatar la orden dada. Preferían obedecer antes que lamentar cualquier cosa que pudiera pasar. En el parque había policías presentes, pero sus armas habían sido tomadas por los invasores.
Al llenarse el lugar, el líder del grupo guerrillero se colocó entre toda la multitud y dio inicio a lo que ellos llamaban mitin. Duró poco. El tan importante mensaje era decirles a todos que, en las elecciones que se aproximaban, no se atrevieran a votar por el tal Ríos Montt. Explicaron todas las barbaries que sucederían si él quedaba como presidente del país y porque les convenía ser un pueblo que apoyara la causa guerrillera. Luego de eso, se fueron.
César no entendía el motivo de tal mitin. No creía que las decisiones de un pueblo tan pequeño, tan alejado de la Capital, afectaran en gran manera las elecciones. “Todo es con fin de meterle más miedo a la gente”, pensaba. “¿Acaso no es más sencillo pegar carteles en los postes?”. Pero no sabía si creía por completo lo que decía.
Al final, todo regresó a ser como antes. Calles desiertas y personas encarceladas en sus casas. Pasaron semanas y la rutina se había vuelto a acomodar en la vida del pueblo. El murmullo se había callado.
Un día, mientas César cosechaba los frutos de la siembra de su jefe, escuchó pasos en el monte cercano a la frontera entre el campo y la montaña. De pronto, dos de ellos aparecieron en el campo, un hombre y una mujer. Vestían sus característicos uniformes, mas no llevaban armas.
“Fijo han de querer llevarse la cosecha”, se dijo a sí mismo. Su sentido común le gritaba que corriera a esconderse, pero algo dentro de él no le permitía moverse. Cuando vio que los guerrilleros se percataron de su presencia, los oídos de César se llenaron de una clase de interferencia. El murmullo había vuelto y le decía que se quedará, que ellos no le harían daño.
Fue evidente cuando ellos se dieron cuenta de que César era un simple agricultor. Se sonrieron entre ellos con cierta clase de complicidad que él no lograba comprender. César conocía lo que los guerrilleros hacían: asesinatos, secuestros, causar problemas en el Estado, pero también conocía las atrocidades del ejército. Para él, no había un bando bueno y otro malo, nada era blanco o negro. No los culpaba, pero tampoco creía que tuvieran la razón.
La mujer fue quien habló. Le pidió que los ayudará ya que les faltaban provisiones y algunos reclutas ya habían muerto de hambre. Al identificar la negativa y el rencor en los ojos de César, le explicó que los motivos por los cuales atacaban al ejército eran los correctos, que el gobierno estaba mal y que solo querían un país más justo.
Luego de unos minutos de plática, César, obligado por el murmullo, les cedió parte de la cosecha. No entendía por qué, pero sentía que era lo indicado. Fue así por semanas.
En la mañana se levantaba temprano, desayunaba junto con su madre y partía al trabajo. Alrededor de las 2, ellos llegaban a pedirle ya fuera comida, ropa o herramientas. Para qué las utilizaban, lo desconocía, pero de todos modos lo hacía. Luego regresaba a casa como a las 5 para escuchar a su madre contarle los nuevos chismes del conflicto.
Poco a poco, César se metía más con ellos y recibía con más desdén las noticias de su mamá. Poco a poco el murmullo se apoderaba de él y lo inducía más hacia la guerrilla. Poco a poco se iba más tempano al trabajo y regresaba más tarde a casa. Hasta que un día César no regresó. Jamás se supo si se unió a la guerrilla o si el ejército lo había descubierto y asesinado. El caso de César es otro caso inconcluso.
Pasaron los años y se firmó la paz, pero esa paz nunca llegó al hogar de César. Cada Navidad, su mamá guardaba la esperanza que su hijo regresara de aquel día de trabajo, mas nunca regresó. Fue consumido por el murmullo, por aquella voz dentro de él que le decía que, ayudándolos, regresaría la paz y la alegría a su amado pueblo.
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